I
El barrio sigue ahí. Siempre a punto de desbordarse (¿o acaso se desbordó y no lo reconocemos?). Está a la vuelta de la esquina. Al final de aquella calle. Rodeando una urbanización. Detrás de la autopista. A veces, muy pocas, el barrio está escondido, metido en una hendija de la ciudad. Pero casi siempre está a la vista, como una gran fachada, un muro. Las empinadas escaleras lo anuncian. La basura en la entrada lo etiqueta. Y el portal —que simula reconocimiento— lo separa. ¿Para qué colocar un portal al barrio si no para remarcar la separación, la ruptura, como si fuese el umbral hacia algo distinto a “la ciudad”?
¿Se imaginan un portal entre Los Chaguaramos y Santa Mónica, entre Las Mercedes y Chuao, entre Altamira y Los Palos Grandes? ¿Se lo imaginan entre barrio y barrio? ¿Entre Julián Blanco y José Félix Ribas? Impensable. Pero sí aparece entre Boleíta y La Lucha. Entre Los Chorros y Agua de Maíz. Entre Bello Campo y La Cruz. Entre el Alto Hatillo y El Calvario. Entre el pueblo de Baruta y La Palomera. ¿Y si en vez de portal hubiese un acceso franco, sin basura acumulada. ¿Qué pasaría si ese portal –con su eterno basural– se desplazara una o dos cuadras dentro del casco, dentro de la urbanización?
II
El barrio no es informal, pero tampoco formal. Una “urbanización”, una “zona industrial”, un “centro comercial”, no necesariamente son formales, a veces ni siquiera están bien planificados. ¿Cuánta “informalidad” existe en todos los sectores de la ciudad, entendida como ausencia de plan o desapego a la simple norma? Desde el lenguaje (desde la intención que se manifiesta en las palabras) se construyen políticas públicas diferenciadas: unas un poco más formales —estructurales, regulares— para los “sectores formales”, otras bastante “informales” —asistenciales, esporádicas— para los “sectores informales”.
La primera transformación —el primer desborde— de la ciudad debe darse en el campo del discurso. Una ruptura que señale nuestra cohabitación en una misma ciudad. Co-habitación que, en términos simbólicos, se traduce en con-vivencia. La ciudad del reconocimiento. Si todos somos habitantes de la misma ciudad (una ciudad diversa, pero completa), y tenemos los mismos derechos ciudadanos y el mismo derecho a ella, ese segmento de ciudad llamado barrio, donde habita más de la mitad de los caraqueños, exigirá respuestas no esporádicas, no asistenciales, sino sistemáticas, orgánicas. Exigirá políticas públicas, no operativos, misiones. Exigirá formalidad de parte de un Estado al que asumir la palabra le cuesta tanto.
III
¿Qué es lo que necesita el barrio, “Orden”? Ya tiene uno, el suyo ¿Le hace falta “belleza”? Esto supondría que no la tiene. ¿Requiere “mejoras”? ¡Toda la ciudad, tan contrastada y contradictoria, tan deteriorada y venida a menos, no solo necesita “mejoras”, sino en muchos casos transformación real, palpable, pero también simbólica! ¿Necesita “asistencia”, necesita ser “intervenido”? El barrio no es ni un enfermo ni una enfermedad. ¿Necesita ser “pensado”? ¡Tanto como lo necesita el resto de esta ciudad tan fragmentada y desigual! Una ciudad que debemos pensarla como un todo, integrada, mezclada, y ese todo incluye a los barrios.
¿Qué, entonces, necesita el barrio? Reconocimiento. Necesita reconocimiento, desde adentro y desde afuera, como parte de la ciudad. El barrio –en una hipotética y deseada ciudad democrática— exige respeto. Cambiemos, mejor, la pregunta: ¿qué, entonces, necesita este archipiélago de territorios fragmentados que habitamos para ser ciudad? Reconocimiento, respeto. Seguir pensando el barrio como malestar urbano no ayuda a entenderlo como parte activa de la ciudad, como espacio transitable —vivido— por todos.
¿Queremos integrar la ciudad? Ni siquiera pensemos, entonces, en “integración barrio-ciudad”, porque en sí mismo, desde el lenguaje, estaríamos partiendo nuevamente del error político de que el barrio no es ciudad. Desbordemos el encasillamiento. ¡Lo que consideramos hoy “ciudad” no lo es ni lo será nunca más sin el barrio! Con-fluyamos. Hagámoslo desde la palabra, pero, sobre todo, hagámoslo desde nuestra última y más definitiva frontera: desde el cuerpo. Palabra hecha carne y hueso. Palabra que anda. Cuerpos que celebran porque conviven. Confluencia y hospitalidad.
IV
El espacio público es, no por el diseño del espacio en sí (delimitado, ortogonal, con caminerías y parches verdes, con fuentes y bustos), sino por la dinámica social que se genera en un espacio —diseñado o no— y que termina por definir el lugar. Pero en esta batalla por ordenar y hacer legible el territorio (más que por integrar y confluir), solemos no reconocer la existencia de estos lugares. Toca abrir los ojos y el espíritu. Dejar fluir el deseo, jugar al roce y la equivocación. Soñar desde la otra experiencia. Armar un catálogo de otros espacios, otras posibilidades, otras oportunidades que trasciendan la ciudad maquinal del homo faber.
La verticalidad, la encrucijada de escaleras, la contigüidad de fachadas, las platabandas expuestas, abiertas, tocándose unas con otras, construyendo espacios y miradas que caen como cascadas, las hendijas y boquetes que ofrecen recortes de ciudad. Toca reconocer, en esta trama capilar del barrio, otras tipologías de espacios útiles para el encuentro. Útiles para la contemplación. Útiles para el juego, allí adentro. Pero también útiles para imaginar y construir la ciudad del homo ludens. ¿Espacios del barrio exportables? Desbordar y conectar la experiencia viva del barrio afuera de este podría ser también una forma de reconocimiento. Una forma clara y contundente de decir que hemos avanzado, que hemos aprendido, que caminamos el sendero de la integración.
V
Sumergirnos en este paisaje (hoy, aquí en La Palomera), lograr que en su mixtura sea experiencia continua, percibiendo los cambios de escala. La aparición de nuevas formas de la tradición, urbanas, mutantes. Ciudad metáfora para liberar los deseos colectivos. Capacidad de soñar como catalizador de la voluntad creadora y del encuentro necesario, liberador. Arte, Pedagogía y Ciudad como entrecruzamiento decisivo. Sumergidos en la experiencia de esta naturaleza urbana. Imbuidos en el deseo del otro de habitar la ciudad que también habito. Ciudad sensual, sensible, abierta permanentemente a la alteridad. Para soñarla hay que poner en suspenso y desbordar las concepciones jerárquicas y disciplinarias de la ciudad. Desplazarlas por experiencias y percepciones que apunten a la ciudad como confluencia y creación. ¿Podemos, desde el arte, configurar un abecedario para pensar esa ciudad del re-conocimiento? Plantarnos desde un nuevo lenguaje para existir habitando el cuerpo, la casa, el paisaje, habitando la ciudad.
Toca abrir los oídos y los poros al diálogo. Soltar el cuerpo todo. Andar para celebrar la diversidad. La ciudad completa.