La arquitecta Elisa Silva —la pasividad no es lo suyo—, reprodujo con arte elementos característicos de un barrio caraqueño, La Palomera, y ahora estamos bajo la lupa de la Bienal de Venecia
Hay palabras que jamás saldrán de la boca de Elisa Silva. Que en realidad parece que le ponen un cerrojo, propician su mudez. Una mudez activa que de un momento a otro será no un estallido —su cerebro en permanente ebullición está impregnado de amabilidad— sino un argumento tersamente irrefutable. Tolerancia es una. No la tolera. Se trata, dice, de un esfuerzo de aguante para no entrematarnos. “Y todos queremos” —habla en plural porque ella lo es— “mucho más que resignación en una convivencia: entendernos, aceptarnos, descubrir en el otro sus razones”. Pobreza es otra que no le gusta repetir casi en ningún caso; tan universal, le parece limitante, un corsé que estigmatiza a los que por sus carencias (en abrumadora mayoría) entran en la clasificación. Frunce el ceño, cierra los ojos, dice no con la cabeza. Paradigma que rebota desde tiempos bíblicos, le fastidia su tesonera paciencia finisecular. Su vigencia inquebrantable. Su celebrada vocación de eternidad.
Tan sembrada, tan llena de lucecitas que titilan, tan propicia en los discursos serpentarios y llenos de serpentinas de los dictadores y truhanes, le da ojeriza que el vocablo también tan mercadeable, vaya paradoja, convoque tantas causas como colmillos y salivaciones. Sustantivo que avanza como adjetivo deviene condición humana en la tabla de medirnos entre dientes y en porcentajes. Pobreza es un término que va más allá de una billetera exangüe, y cuyo significado tan temido ha producido un feo retoño entre quienes no la soportan: la aporofobia o rechazo con reacción de algunos a los harapientos. Gentes que no tendrían una colcha de retazos, ni aun de moda, tal vez tampoco unos jeans contradictoriamente carísimos, rajados adrede, para que ese concepto —¿la pobreza es tan desparpajada?— entre por el aro esnobista del consumo.
Invisible, en cambio, es una voz que conmueve —y mueve— a la arquitecta. La obsesiona. Está decidida a revertir todo aquello que así lo parezca; todo lo negado; todos los fantasmas urbanos. Sin intención evangelista, más entusiasmada con la idea de ganar tiempo —“reconocer ahora mismo que la ciudad es una nos ubicaría en el camino…”— arrima su hombro comprometido per sé para mostrar lo que no queremos ver y está en nuestras narices: completó un itinerario de zonas populares (Macarao, Antímano, Catia, San Agustín, La Vega, Coche, El Valle, Petare, Caucagüita y Fila de Mariches) revelando aquella topografía de apiñamiento, complejidad, dificultad de acceso, formas de organización solidaria, sueños recalentados bajo el zinc, precariedad y tozudez en documentos ineludibles. Se imprimió un libro fundamental que contiene las mapas y vistas aéreas, desde las que vemos a vuelo de pájaro —o de dron— lo que ignoramos tan campantes. El libro CABA, Cartografía de los Barrios de Caracas (1966-2014) ha permitido redimensionar los límites inmensurables, por ejemplo, de Petare y ver su densidad de ciudad en la ciudad, así como su ritmo de crecimiento y desmesura. Ese libro se ha convertido, más que dedo en la llaga, en revelación. También, su contenido, en exposición.
Con La Palomera, la profesora de la Simón hizo lo mismo, o más: puso empeño en hacer que volteáramos y logró resetearnos la mirada; la belleza también es facultad del que mira. Elisa Silva se escandaliza con esta reverencia que la celebra y dice, como espantando semejante conclusión, que no, esto es un trabajo en equipo. Pero la también activista urbana, menuda como un soplo, y de pelo marrón, y un aire entre tierno y dulce, es en realidad un torbellino: viento de cambio. Caraqueña irreductible, en la ciudad que ama y cree “¡magnífica!”, sea que haya vivido en Roma, se haya graduado en Harvard o haya sido invitada a dar clases en Princeton, trabaja, se arriesga, lucha convencida de que la causa de la ciudad completa, la que supera el archipiélago e integra realidades es posible. Mientras aúpa prácticas de participación desde su liderazgo sutil, estudia in situ las formas de sociabilización con pasión de antropóloga —y a distancia, Literatura—, convoca en cada gesto la democracia. Entusiasta de todo cuanto implique asumir, valorar, restañar, hacer costura, reconocer, convocar y ejercer la ciudadanía ha hecho lo suficiente como para que La Palomera, sector ubicado partiendo de la plaza Bolívar de Baruta cerro arriba, se encumbre como referente.
Barriada de la ciudad que tiene más de 70 años y una entrañable devoción por las tradiciones y el santoral completo, La Palomera —sí, claro, con su gente fajada—, además de barrio consolidado, intenta desde la dignidad compartir sus heroicidades y dar a conocer sus formas replicables de vital cotidianidad. “A través de paseos, eventos, celebraciones, La Palomera, cada vez más cerca, nos viene narrando sus fluidas maneras de organización y de vida en común absolutamente ideales: son lecciones para sanar la fractura, y para propiciar la conexión”, entiende Elisa Silva, “no solo puertas adentro sino con la ciudad toda: el barrio es ciudad y solo hablamos de ciudad completa” —concepto construido alimón entre Enlace Arquitectura y Ciudad Laboratorio— “cuando entendemos el todo como una Pangea de diferencias que contiene sin distingos todas las circunstancias”. La Palomera, espacio en proceso de revisión, se revitaliza con intervenciones arbitradas en consenso con las que reconstruyen no solo el paisaje sino la vida; su talante proactivo se ha vuelto inspiración, para empezar, de sendas exposiciones artísticas. Eso sí, ya no es invisible.
En efecto, no imaginarían los habitantes de La Palomera que sus siembras y porrones con orquídeas; que la plazoleta rescatada y convertida en lugar de encuentro para reuniones vecinales; que las aceras vueltas bandera nacional, tras las incrustaciones en el asfalto de chapitas amarillas, azules y rojas al gusto de los niños; que la construcción acondicionada como Casa de la Cultura; que la natural convivencia ejercida en la calle, en las esquinas y en las ventanas —que es lo mismo que nos que aconseja el arquitecto Felipe Delmont, promotor de la idea de la ciudad de los caminos cortos: que todos nos conozcamos en la cuadra, que todos nos saludemos—, sería objeto de interés artístico y motivo de una muestra en los Secaderos de la Trinidad: Ciudad completa La Palomera, reconocimiento y celebración.
Con cada casa en la reproducción de madera de la topografía, con un registro pormenorizado de las 260 especies que contienen los huertos familiares, con un documental en el que los habitantes cuentan la historia de los que fundadores y se precian de sus profesionales graduados en la universidad, con fotografías de las actividades en la Casa de la Cultura y los videos que registran las fiestas de la Cruz de Mayo, La Palomera cuenta en síntesis que los estigmas no dejan de merodear pero están a raya. “Lo ideal es que alguien de Catia o El Cafetal diga: esta tarde voy a las fiestas de La Palomera”, dice Elisa Silva, aguja de coser en mano. Con la que intenta reunir los eslabones de una ciudad parchada cuyas diferencias son, en realidad, riqueza.
Ahora mismo otra exposición sobre La Palomera está abierta al público hasta el 21 de septiembre; en realidad no es apenas otra: se trata de la Bienal de Venecia —la décimo séptima edición de la International Architecture Exhibition at the Biennale di Venezia—, donde puede verse el sector trazado en tercera dimensión. Pieza de madera que representa las escalinatas de acceso y los contenidos narrativos del barrio, las siembras, las ventanas, las sillas junto a la bodega o en las aceras que son la sala común, la encumbrada zona caraqueña llegó hasta allá, a la ciudad italiana de las aguas, luego que Elisa Silva fuera convocada por el equipo curatorial —a la cabeza el arquitecto libanés y decano de la Facultad de Arquitectura de la MIT, Hashim Sarkis—, para representar a Venezuela con este proyecto que encaja con el temario: Comunidades Emergentes. “En Italia no asombran estas construcciones encaramadas en los cerros, los paisajes medievales eran así, todavía”.
Ocho metros por cuatro y medio, la exposición se enfoca en las superficies de escaleras por lo que parece un esqueleto ligero, ingrávido, estético; una representación de lo sustantivo que sugiere lo omitido: la carne, la vida y todo lo demás: las relaciones, las penurias, la cancha de basquetbol, la de bolas criollas, la peluquería, la bodega, las noches frescas con conversaciones a pata de mingo del zaguán, los niños alzando cometas y jugando en la calle, esa a la que otros renunciaron. “Así es La Palomera no como queremos que sea, y tal su espacialidad densa de casas sin profundos pilotajes, enraizadas por la fe”. Cabeza que produce respuestas insólitas en medio del caos urbano, apasionada por Caracas y despojada de convenciones y tiquismiquis, Elisa Silva —y Enlace Arquitectura, la oficina creativa que engloba sus inventos— detectó de nuevo la belleza y la volvió diseño.
Con este trabajo que reproduce la vida cerro arriba, vida distinta y a la vez ni tanto, y las formas de ser y anhelar de estos caraqueños, Elisa Silva sacó a pasear a Venezuela y su realidad —tan vista y tan desprovista— sin ocultas intenciones, todo lo contrario. La arquitecta que suscribe la internacionalmente premiada iglesia de San Juan María Vianney, en Vargas, hecha a pulso durante diez años con las contribuciones lentas de los feligreses —Elisa Silva no ganó un centavo, un premio sí—, la asimismo reconocida autora del diseño de adoquines que alfombran Sabana Grande tiene inmenso orgullo en compartir con el mundo esta señera parte de Caracas que representa al país en el trance de ese proyecto que llama Elisa Silva Integración en Proceso y puede palparse en una sala expositiva linajuda y celebérrima.
Una victoria que un jirón del mapa nuestro esté en la Bienal expuesto (aunque aquí, su reconocimiento sea pospuesto). Y con él y sus tramas y tejidos, cada enigma y sus hipérboles, cuyas respuestas ya sabemos: mejor vivir en democracia, mejor asumir que la ciudad es más grande y rica cuando nos desembarazamos de prejuicios, mejor integrarnos para crecer y asumir, de una vez, que el barrio es ciudad. Mejor coser el deshilachado tejido y, por qué no, cantar.
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